La subjetividad: incumbencia del psicoanálisis. (Una propuesta teórico-clínica: las formaciones políticas de la subjetividad)

Lila María Feldman

En el año 2002 Silvia Bleichmar, psicoanalista argentina, publicaba el libro “Dolor país”. No sabía entonces que en el año 2024 el fascismo encontraría en nuestro país una versión novedosa y autóctona. La crueldad cotidiana está encendida como una televisión que jamás se apaga, ruido de fondo interminable que acompaña las horas de nuestras vidas.
Si el dolor país es un indicador social de crecimiento exponencial, que permite dimensionar niveles de sufrimiento descabellados, ¿Cuál es el indicador singular, cualitativo por supuesto porque no podríamos medirlo en cantidades, del registro y el sufrimiento propio de lo que la realidad ha traído como una pesadilla distópica, o de que la realidad se ha quedado sin mantos ni filtros ni velos de ficción?
Hace poco tiempo propuse otra categoría no numérica que es la de formaciones políticas de la subjetividad. Las encontramos en nuestra tarea diaria de escucha quienes formamos parte del campo de la salud mental. Nuestro oficio no se limita a la escucha de las llamadas formaciones del inconsciente (sueños, síntomas, lapsus), ni al acompañamiento y trabajo con las esquirlas inacabables del trauma, sino que comprende –para muchos de nosotros- el trabajo con las formas en que los sujetos delimitamos y construimos una propia ética al interior de nuestras subjetividades, cada vez que advertimos que nuestra existencia enlaza, anuda, lo singular y lo colectivo.
León Rozitchner, filósofo argentino que le escribió al futuro, no sabía entonces del fascismo en la versión actual del espanto argentino y no llegó a respirar este aire ensombrecido, pero sabía sí que cada sujeto es portador de un núcleo de verdad histórica. Eso supone, según leo yo, que hay verdades históricas que cada sujeto reescribe y reedita en su propia vida, lo sepa o lo ignore, pero significa además que cada sujeto escribe con su vida, en su vida, textos que llegarán a formar parte de saberes y verdades que cada generación añadirá a lo que damos en llamar “realidad humana”. Las formaciones políticas de la subjetividad, de eso quiero hablar hoy, son aquellas construcciones que cada sujeto materializa para subsistir, resistir e insistir, para vivir una vida que tenga sentido, un sentido personal, pero que tenga sentido además como parte del fragmento de experiencia colectiva que a cada quien le toca habitar, en este tiempo, en este espacio particular, y que es partecita mínima de una historia humana mucho, mucho más amplia, pero partecita al fin.
Las formaciones políticas de la subjetividad requieren también ser escuchadas, subrayadas, identificadas, en tanto ello hace posible una localización de los conflictos irrenunciables que nos habitan, y de las afectaciones que nos habitan. Los trabajadores del campo de la salud mental y entre ellos los psicoanalistas, en particular, no nos dedicamos únicamente a trabajar con conflictos fantasmáticos (en los cuales la realidad por supuesto está presente) de los sujetos, sino también con los conflictos materiales, bien concretos, con los conflictos socio-históricos que se hacen carne en cada uno de nosotros. Si en las formaciones del inconsciente retorna (sintomática y/o creativamente) lo reprimido singular, en las formaciones políticas de la subjetividad retorna, creativamente sin dudas, lo reprimido, desmentido, disociado, del tiempo histórico-social al que pertenecemos y que nos constituye, por supuesto que lo hace también en forma singular. Retorna en franco contraste con los mandatos que claman silencio y sepultamiento de la memoria, su erradicación bajo el nombre de combate al adoctrinamiento o bajo el nombre de “memoria completa”. Retorna como forma de resistencia y perseverancia del pensamiento crítico, esa arma poderosísima que en cada vuelta de la historia y de la vida, nos salva. Esas mismas formaciones, en la medida en que hacen aparición, son también indicador del trabajo subjetivante que cada sujeto psíquico realiza, cada vez, frente a realidades crecientemente des-humanizantes.

Se trata de frases o decires que instauran un punto de quiebre, una decisión afirmativa no pre-fabricada, también emergen pero no del inconciente sino de una trayectoria que se ve sacudida e interpelada, llevada a encontrarse en un nuevo lugar de enunciación, en un territorio, cada vez, originario de existencia.

¿Por qué nos incumben eso que llamo formaciones políticas de la subjetividad a les psicoanalistas? Porque se inscriben predominantemente en la conflictiva que liga al yo con la realidad, en la tópica que concibe e incluye a la realidad como cuarta instancia psíquica. Acerca de ello tenemos el legado de una vasta estirpe de psicoanalistas argentinos; Pichón Riviere, y Plataforma y Documento, como colectivos emergentes a partir de la ruptura con la APA, Gilou García Reynoso, Silvia Bleichmar, y de tantxs otrxs y otras. Acerca de ello también contamos con las marcas de la transmisión de Piera Aulagnier, más allá de nuestras orillas hechas de agua y montañas. El yo de cada sujeto se enfrenta en la medida en que su existencia dure, a lidiar con sus vasallajes, con el asedio del ello, del superyó, fuente de mandatos y articulador de identificaciones e ideales; y de la realidad. Insisto, y de la realidad. Lo histórico social es parte constitutiva del aparato psíquico, no un contexto que lo circunscribe o rodea.

Esa historia que nos antecede, esa herencia que nos antecede, pero de la que también nos toca apropiarnos, es el telón de fondo que está presente cada vez que recibo a un paciente en mi consultorio y escucho sus sufrimientos sin la aséptica exigencia de separar con un bisturí lo que forma parte de mi especificidad de lo que presuntamente no.

El concepto “subjetividad” no es un concepto de origen psicoanalítico estrictamente, y generalmente es “situado” como un concepto que tomamos pero que proviene de los desarrollos de otras disciplinas afines. Ahora bien, no es un concepto psicoanalítico en su origen, aunque sí lo es –para mí, para muchos otros- en la medida en que no concibo la práctica psicoanalítica y el trabajo de pensamiento que la acompaña y la hace posible, sin la presencia de esa idea: subjetividad. Me voy a valer de lo conceptualizado por Ana Berezin al respecto, cuando define a la subjetividad como “el ser en su devenir temporal, en permanente estado de conflicto entre determinación y libertad”. Ana irá especificando qué lugar le da a la realidad, y a la alteridad en los caminos y trabajos de subjetivación. En este sentido, propone pensar a la alteridad como “un límite y una posibilidad, un grado decisivo de determinación”. La subjetividad se enfrenta, dirá también, en forma continua y permanente al trabajo de búsqueda de sentido.

La subjetividad es también el trabajo permanente que permite que inscribamos la temporalidad en nuestro psiquismo. Los avatares subjetivos son el testimonio del trabajo del tiempo y con el tiempo, en cada vida. Son también el territorio en el que se labra el trabajo de pensamiento que el psicoanálisis pone en valor, ese trabajo con el pensar, vuelvo a una conceptualización de Ana, que enlaza vivencia, afecto e idea. Es decir, es en el territorio de la subjetividad donde entiendo que me encuentro con el otro, con sus modos particulares de habitar el tiempo y de enlazar los tiempos, con sus modos particulares de sostener un propio trabajo de pensamiento.

El concepto de sujeto psíquico no me alcanza, no me es suficiente para insistir en la presencia decisiva que lo histórico social y la alteridad tienen, no me alcanza para insistir en que es en un devenir temporal que ese sujeto psíquico –siempre abierto- despliega sus trabajos, conflictos y encuentros. Me importa referirme a subjetividad porque también me refiero al análisis como un trabajo centralmente subjetivante. Entonces, si trabajo y trabajamos permanentemente con ese concepto, ¿cómo negarle estatuto “psicoanalítico”?

Les comparto este breve párrafo de Silvia Bleichmar en el que aparece, por lo menos eso leo yo, lo difícil que sería referirnos al sujeto psíquico sin remitirnos a la subjetividad. Silvia escribe: “Definir entonces la relación del aparato psíquico con la realidad, o el impacto de la realidad en la subjetividad, obliga a reconocer diversos tipos de realidad y a ubicar su incidencia, su impacto, en los diversos tiempos y modos de funcionar del sujeto psíquico”. Por momentos, pese a los esfuerzos por deslindar términos, se superponen, se reclaman, se demandan uno al otro.

Las formaciones políticas de la subjetividad son –desde mi perspectiva- aquellas formaciones psíquicas enunciadas por un yo que es capaz de subjetivar sus vínculos con la realidad. Cada vez que un yo particular se sitúa, se ubica y reconoce en un determinado modo de inscribir la realidad en su propio dominio intrapsíquico, reorganizando y redefiniendo aquellas transacciones entre determinación y libertad de las que Ana Berezin hablaba. Las cosas que pasan, las cosas que le pasan a ese yo –entonces- pasan a ser cosas que le importan, lo modifican, lo interpelan y transforman, de algún particular modo. Una formación política de la subjetividad es el resultado de alguna encrucijada. En algún momento me encuentro, o me encontraré, mientras escucho, en atención flotante, con algún enunciado que da cuenta de esa cierta transformación. Ahora bien, cabe aclarar que un enunciado no es una declaración ni una declamación. Es más bien el arribo de algún texto o palabra que nos sorprende e incumbe, que nos compromete en tanto la decimos, que nos representa a partir de que la decimos. No hay saber previo, no hay tal cosa como la expresión o comunicación de un saber previo. Hay un saber que ocurre. Algo, entonces, se escribe. Algún nuevo sentido, que ilumina, o ampara tal vez, o nos guía.
Pienso que eso que Silvia nombró como “dolor país” y lo que hoy propongo pensar como “dolor sujeto”, es la medida de padecimiento y de salud mental (sí, ambas cosas a la vez) que indica que estamos aquí y ahora, afectados por lo que sucede, pero a su vez comprometidos en afectar éticamente esa realidad tomando algún tipo de posición frente a ella.
Silvia Bleichmar escribió en “Dolor país” que nos habíamos convertido en semiólogos para intentar leer la realidad, semiólogos fallidos, empeñados en construir sentidos en los que quepa como sea la esperanza, esa esperanza que goza de mala prensa por ilusa, pero que a diferencia del optimismo (la esperanza devenida estupidez e ingenuidad) es nuestro margen mínimo de respuesta para no darnos por muertos y para insistir en que estamos vivos.
La leo, una vez más, a Silvia, porque me empeño en hallar brújulas y contraseñas de resistencia y sé que el tiempo pasado cuenta con poderosas herencias. La leo, y hoy pienso que además de semiólogos (ella hablaba de la imperiosa necesidad de volver a creer en las palabras, pero no en cualquier palabra), tenemos que ser poetas.
Si no poetizamos la existencia el espectáculo pornográfico de la crueldad pasará de ruido de fondo a texto propio, palabra ecolálica que en nuestras bocas emerja, palabras zombis que nos habrán dado alcance. Ahí sí, entonces sí, estaremos muertos. Entonces sí será como escribió León: “la muerte que en vida nos dan”.
Empecemos por poner en valor las palabras, en principio las nuestras. Las formaciones políticas de la subjetividad son la punta del iceberg del trabajo inadvertido del yo con la realidad y de la realidad con el yo. Ese trabajo en búsqueda permanente de palabras propias con las que poder situarse en el mundo.

En cuanto a brújulas y herencias, cuento y contamos también con la posibilidad de pensar a la crueldad humana como formación subjetiva no localizable ni atribuible a determinada psicopatología. La crueldad como potencialidad humana que podrá desplegarse, o no, de tantas variadas maneras. La crueldad y sus derivados, como problemática que nos concierne lejos, muy lejos de cualquier diagnóstico o interés clasificatorio. Nos compete el sufrimiento humano que padecemos y que causamos. Ese modo de comprender lo que incumbe al psicoanálisis, entendido además como práctica antagónica a las corrientes des-humanizantes, me ha sido legado por Ana Berezin. León Rozitchner, otro maestro, ubicó al terror como una de nuestras marcas de nacimiento, clave en el armado subjetivo humano.

Sin embargo, muchxs se desenvuelven como psicoanalistas de un modo perturbadoramente sintomático: con teorías que se pretenden universales y atemporales, “estructurales”, como si no fueran subsidiarias de determinados tiempos históricos y particulares subjetividades, y con un olvido de nuestra historia, la que hizo posible nuestro propio ejercicio profesional, las batallas que lo constituyó en eso que hoy podemos llamar “psicoanálisis argentino”. ¿Qué vendría a ser eso? Un psicoanálisis concernido por lo político, un psicoanálisis cuyo principio y horizonte ético se trazó en directa relación a las sucesivas catástrofes y acontecimientos que fueron parte de su surgimiento, y de su desarrollo en nuestro país. “Las huellas de la memoria”, esos dos tomos imperdibles que escribieron a cuatro manos y a mil voces, Alejandro Vainer y Enrique Carpintero, son testimonio de ello y de hecho recorren a la par la historia del psicoanálisis y la de nuestro país. Hoy, el psicoanálisis es parte de la cultura argentina, y la historia argentina es parte del psicoanálisis, quiero decir que los debates más significativos de nuestra disciplina son simultáneos a los momentos más intensos que hemos vivido como país en los últimos setenta años, tal vez más.

Sin embargo, decir psicoanálisis y decir política luego de tanta agua que ha corrido bajo el puente, sigue siendo –por momentos- ruidoso. Y es que también se trata de pensar cómo nos subjetivamos lxs psicoanalistas, esa necesidad de pensarlo y situarlo sigue siendo urgente.

Entonces, me importa atender, hoy, en estos días tan irrespirables, a las formas en las que la política opera muy al interior de las subjetividades, constituyéndolas. Las formaciones políticas de la subjetividad no son fenómenos que exclusivamente acontezcan frente a temas “políticos” o partidarios. A veces ocurren en cualquier lugar, a veces acontecen frente a algo nimio. Tal vez podemos describirlos como baluartes u horizontes éticos, otras veces son baluarte o predominio de algún arrasamiento, pero aun así comprometen al sujeto que los engendra. Como analista estoy atenta a ello tanto como a las formaciones del inconsciente. Estoy atenta al trabajo del yo por subjetivar esas formaciones, a que no pasen inadvertidas, a que sean ocasión de trabajo psíquico y ocasión de trabajo analítico.

Las formaciones políticas de la subjetividad abarcan también el incansable trabajo de libidiinizar nuestro estar en el mundo, incluso el sufrimiento que forma parte de nuestro estar en el mundo. Esas formaciones nos enlazan libidinalmente al mundo, nos ubican cual coordenadas subjetivas, nos proporcionan un cierto y provisorio mapa.
Si las formaciones del inconsciente nos ubican en la escena psíquica de cada quien, las formaciones políticas de la subjetividad nos ubican en la escena que enlaza a un yo con una realidad, esas formaciones realizan ese lazo, lo inscriben. Son un exterior interior, y la escena psíquica gracias a ellas se complejiza. Aun cuando analizamos lo sintomático de algunas transacciones y resoluciones, más sufrientes o más felices, hay una parte de ese relato que no apela a la “cura” sino que busca ser, llegar a ser, la toma de una posición. Una posición asumida, un modo de ubicarnos en un tiempo y un espacio, que nos subjetiva.

Si solemos definir a las formaciones del inconsciente como formaciones de compromiso, del compromiso que un cierto sujeto configura en el encuentro nunca definitivo y menos aún inmutable de sus sistemas psíquicos, las formaciones políticas de la subjetividad son formaciones que comprometen, una vez que son dichas. Son el advenimiento del yo a una particular toma de posición que lo des-vasalla, y que lo des-avasalla. O que lo compromete a asumir sus propios vasallajes.
Las formaciones políticas de la subjetividad son –en muchísimas ocasiones- un modo de tramitar psíquicamente el dolor sujeto.
El dolor sujeto es esa medida no numérica que indica que hay niveles de dolor excesivos que no alcanzamos a drenar ni procesar, un dolor no elaborable con los recursos que ya poseíamos, y que reclama y exige construir otros nuevos. También es la medida que nos pone a resguardo de algo infinitamente más preocupante, que es la insensibilidad. Caballito de batalla de las propuestas deshumanizantes.
Es dolor, no es depresión ni se inscribe en categorías psicopatológicas. Es sufrimiento acorde a una situación de catástrofe.

Voy a compartir algunas formaciones, de las que vengo tomando nota.

 

– “Fingir demencia es un privilegio”. (Una paciente de 21 años).

– “¿Por qué la gente pide perdón por llorar? A veces lo mejor o lo único que podemos hacer, frente a algunos dolores, es llorar. Yo no me voy a disculpar por hacerlo”. (Una paciente de 23 años).

– “¿Viste que llega una edad en que la gente se resigna y se acomoda? Bueno… yo no lo consigo. No consigo desistir de mí”. (Una paciente de 40 años).

– “Yo quiero que las cosas me afecten. No me interesa la inmunidad ni la anestesia”. (Una paciente de 31 años).

– “Quiero ser la autora de mis valentías y mis cobardías”. (Una paciente de 34 años).

-¿Con quién puedo hablar de la que soy sin que me miren como exótica o incompleta o fallada? “No me banco que me agredan o subestimen bajo la excusa de que era un chiste”. (Una paciente de 16 años).

-“Me aburro infinitamente escuchando a mis amigas hablar de gente que se hizo millonaria”. (Una paciente de 56 años).

– “Cada vez que paso al lado de parejas homosexuales siento un profundo asco, me resulta insoportable” (Una paciente de 70 años).

-“Vengo porque estoy triste. Infinitamente triste. No estoy deprimida ni quiero que se me pase. Vengo para poder llorar en paz y para poder hablar de esa tristeza con alguien que no me la quiera sacar”. (Una paciente de 80 años).

-“Me dicen todo el tiempo que pago lo que pago por culpa, por una eterna culpa y para compensar algo que es impagable. Yo creo que no pago de más, creo que pago bien. No es culpa lo que me mueve, aunque sé de su existencia en mí, pero esto es otra cosa, sensibilidad supongo. No creo que esté mal, aunque sé que me miran como si fuera un idiota”. (Un paciente de 49 años).

-“Yo también adentro mío me siento el centro del mundo, pero no actúo como si lo fuera” (una paciente de 13 años).

-“Estoy harto de la lógica del refugio, de vivir estos tiempos con la idea de buscar refugios. La realidad no se arruina ni se reconstruye sola, no veo posible eso de esperar y refugiarnos hasta que pase”. (Un paciente de 38 años).

 

No son puntos de llegada pero sí indicadores de un “prestarse atención”, de una escucha ejercida para con unx mismx y capaz de recortarse, de asumir otro tono, otra cualidad que la distingue del lenguaje ordinario. Las llamo formaciones políticas de la subjetividad porque allí forzosamente nos detenemos, funcionan como un espejo inédito que habilita novedosos modos de reconocerse, apropiarse de una ubicación. Son políticas porque constituyen formas de situarse en el mundo, frente a si mismx, frente a lxs otrxs. Porque son implicantes en un cierto o determinado camino, porque comprometen a quien las dice. Son subjetivantes: actos de asunción. Transforman la vida en un territorio de existencia.

Si lxs psicoanalistas y trabajadores del campo de la salud mental podemos escucharlas, recibirlas, resonar en y con ellas, también somos nosotrxs quienes –por añadidura- nos subjetivamos ahí. Quiero decir: hemos sido parte de ese trabajo, hemos estado allí y seguimos haciéndolo, esas formaciones son la brújula que indica algo del camino por el que vamos.

Lxs psicoanalistas, desde mi perspectiva y la de tantxs de nosotrxs, no trabajamos únicamente con sujetos de inconsciente y sus modalidades defensivas. Trabajamos con sujetos psíquicos que llevan en su interior inscripto el mundo colectivo en el que viven, que habitan, trabajamos con la subjetividad en su dimensión tanto singular como colectiva. Sujetos que –en el mejor de los casos- tendrán en alguna de las encrucijadas de la vida, de todas las vidas que caben en una vida, de situarse y asumir un particular sitio de enunciación, de verdad, de alivio, de desafío: estx soy yo.

A las formaciones políticas de la subjetividad no las encontramos en las filas de la adaptabilidad o sobreadaptación exitosa, más bien son resultado o el testimonio de la potencia de desvío, de discusión de algún saber y poder imperante. Son tributarias de ese margen de elaboración y resistencia a que la “realidad” imprima en cada uno de nosotros sus exigencias, y de ese margen que asimismo nos rescata del registro de la condena a lo autoconservativo, como si esa fuera la única ambición del yo. En tiempos de catástrofe más aún. Mucho más.

Las formaciones políticas de la subjetividad no son formaciones orientadas o reorientadas en la perspectiva de una economía del sufrimiento. Es decir, no se trata necesariamente de sufrir menos sino más bien del registro del espesor que da densidad a la trama de una vida.

También es cierto que hay formaciones políticas de la subjetividad que pactan con la indiferencia, que consienten la crueldad, que explicitan o revelan la decisión de no saber, o de saber y que eso nada signifique. Luciano Rodriguez Costa lo nombra como procesos de “subjetivación des-subjetivantes”. También son formaciones políticas al interior de las subjetividades y en el mundo que componen en sus vínculos. Y, por cierto, nos obligan a nosotrxs, analistas, a tomar posición. Nos abstenemos, lo hacemos, pero no somos neutrales.

Para muchos de nuestros colegas “yo” es casi una mala palabra. Contraseña de un mal ejercicio de la práctica analítica, el indicio que revela que no se está en la buena senda, esa que instaura la hegemonía. Ahora bien, el yo (que hunde sus raíces en el inconsciente) es parte de la vida psíquica con la que trabajamos. Si no nos dirigimos al yo que tenemos delante, ¿a qué o a quién nos dirigimos? A menos que consideremos que el encuentro analítico es una especie de situación mística, o nosotros, psicoanalistas, algo así como genios de la lámpara haciendo conjuros o esperando que aparezca el sujeto de inconsciente, el sujeto verdadero, el único que cuenta.

Silvia Bleichmar lo advertía, en estos términos: “…se concibe al sujeto del inconsciente como el que enuncia la verdad, frente al yo homologado a una suerte de falsa conciencia que se engaña. El inconsciente no es sino res-extensa, lugar de la materialidad representacional des-subjetivada, realidad psíquica en sentido estricto, y en función de ello, no puede enunciar las verdades sino brindar los restos materiales con los cuales esta verdad es articulada por el sujeto del discurso”. Asimismo, me ha resultado un aporte imprescindible la lectura del libro de Luciano Rodriguez Costa, llamado: “Los procesos de subjetivación en psicoanálisis”. Él hace el esfuerzo de deslindar las especificidades de conceptos como psiquismo y subjetividad, pero también trabaja permanentemente en torno a la subjetivación del psiquismo como cuestión clave en nuestras prácticas y teorías, y se ocupa de situar a la subjetividad y a los procesos de subjetivación como incumbencia y objeto del psicoanálisis. La lectura de su libro ha sido inspiradora.

Me importa aquí situar algunas otras aclaraciones. Tampoco tenemos, creo yo, ningún bisturí para separar estrictamente formaciones de acuerdo a los sistemas psíquicos que participan de su emergencia. Las formaciones del inconsciente también incluyen, en cada una de ellas, determinadas transacciones con la realidad, y dentro de ellas de hecho también es la realidad junto con sus inscripciones psíquicas la que está presente. Quiero decir, por ejemplo, que los sueños no solo son tributarios de un deseo inconsciente, por empezar no de uno solo, y los restos diurnos son uno de los modos en los que la realidad se hace presente en la misma trama que los constituye. Por otro lado, cuando hablo de yo, por supuesto que no hablo de una instancia equivalente a la pura conciencia. Del mismo modo, las formaciones políticas de la subjetividad, como cualquier fenómeno o creación psíquica, no podrían ser atribuidas a un único sistema psíquico ni a un único conflicto subyacente. Prefiero hablar de predominancias, en todo caso.

 

En suma, me importan mucho mis pacientes, me importan sus sufrimientos y padeceres, me importan sus alegrías y hallazgos, sus encuentros inéditos dentro y fuera de sus “confines”. No me dirijo únicamente a sus inconscientes, no hablo para entes encumbrados. Les hablo a mortales tan mortales y materiales como yo, tan divididos como yo pero también tan afectados, deseosos, conmovidos, incapaces, decididos, pensantes, indecisos, perdidos, animados y arrojados a vivir.

En estos días en que la política del país está instalada más que nunca en el corazón de nuestras existencias, quienes trabajamos en el campo de la salud mental tenemos que hablar de política. No transcurre afuera de los consultorios, no transcurre de a ratos nomás, no es apenas una perspectiva como puede haber tantas otras. Incluso cuando escuchamos sueños, cuando trabajamos con síntomas y cuando un lapsus interrumpe el fluir de un decir, siempre nuestra escucha es ético-política. La política está presente no únicamente cuando hablamos “de política”.

La salud mental también es no acostumbrarse ni plegarse a la violencia ni a la crueldad. Salud mental es insistir, no desistir, resistir, cada vez que ello se escribe con letra propia.

La salud mental es política. La política reclama en los consultorios y en todos los lugares en los que ejercemos, derecho de asilo.

En cuanto a mí, como psicoanalista, dedicada a la labor clínica pero también a mi trabajo de escritura, de escritura que funciona casi como un modo de pensar, tengo mi propia formación política de mi subjetividad, o espero tenerla, que es la que me permite hoy asumir una posición irrenunciable, una que se afirma en la decidida no neutralidad.

 

[1] Trabajo presentado en el Colegio de Psicoanalistas el 9 de mayo de 2024. Avances de un libro en preparación.